Se cuenta que hace 149 existió un general llamado Ignacio Zaragoza muy joven aún, dio a México su única gran victoria. Es pues, la suya, una victoria proyectada sobre un fondo de amargas derrotas, un triunfo que resplandece solitario en medio de una continua sucesión de infortunios y reveses.
En menos de 25 años, México había traspasado voluntariamente sus tierras del sur hasta Panamá, y había cedido por la fuerza, contra la injusticia y el derecho, sus tierras del norte. Estas amputaciones, tan graves y dolorosas que nos dejaron rengueando para siempre, habían hecho del mexicano un derrotista. Juárez debía enfrentarse no sólo a los soldados de Napoleón, -los mejores del mundo- sino a las bandas conservadoras, a los traidores que se jugaban la carta de la invasión extranjera, al clero ansioso de recobrar su prepotencia, y para combatir esas fuerzas no había dinero, ni víveres, ni ejército, ni organización .
Se necesitaba por lo tanto una victoria, una victoria que nos levantara, que nos diera ánimos, que uniera a los patriotas. Esa victoria fue la del 5 de mayo de 1862 ganada por un general de 33 años. Nada se da por generación espontánea. Ignacio Zaragoza posiblemente no fue un militar de genio como Morelos, pero era un hombre inteligente, perspicaz y honesto. Contrajo matrimonio con Rafaela Padilla de la Garza, quien falleció el 13 de enero de 1862 en México, D.F., Zaragoza se encuentra en campaña y Doña María de Jesús Seguín viuda de Zaragoza (Don Miguel Zaragoza había fallecido el 10 de junio de 1851 a los 42 años de edad) le cierra los ojos.
En la adversidad supo ser constante. Así, si desconfiaba de sus tropas, casi siempre hambrientas y cogidas de leva, en cambio tenía una fe inquebrantable en el triunfo de nuestras armas. Tres días antes de la batalla se vio obligado a mantenerlas acuarteladas para evitar la deserción. Era un hombre sencillo que comía el rancho del soldado y compartía su existencia miserable. En estas condiciones dramáticas, contrajo el tifo del que murió cuatro meses después de su triunfo. A fines de agosto, Zaragoza, en compañía de Jesús González Ortega, pasó una revista de inspección a las posiciones republicanas. Fue una jornada agobiante. El sol de nuestro verano quemaba y en la tarde llovió a torrentes. Zaragoza se retiró a su tienda de campaña, sintiéndose enfermo. El día 1 de septiembre empeoró y tuvo que guardar cama. Su estado era grave. Estaba postrado en su catre, la barba crecida. Los ojos bondadosos de los miopes, brillantes de fiebre, a ratos durmiendo un sueño inquieto, a ratos delirando.
El 4 de septiembre cuando Zaragoza llegó a Puebla. El 5, aniversario de la victoria, fue el último día que pasó en su entero conocimiento. El 6, a las 11 de la mañana, se incorporó bruscamente y con voz alterada, pidió sus botas de montar, sus armas y su caballo. Ninguno de los oficiales que le acompañaba se movió. Zaragoza, dirigiéndose entonces a uno de los médicos, le dijo: ¡Doctor, tengo una patria y es preciso sacrificarme por ella! ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Déjeme salir porque Coronado ya está en Quecholac y debo batirlo antes de que se incorpore a los franceses! A las 10 murió. Tenía 33 años.
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